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miércoles, 6 de agosto de 2008

Felicidades Anna Maria



Anna Maria Penu es periodista, escritora y alumna de l'Escola de Ciutadania en Femení Maria Moliner entre otras muchas cosas interesantes. Queremos felicitarte por este gran exito. Un beso sórico y violeta de tus compañeras y socias de la vida.



Además, podemos disfrutar de sus historias de viajes:

El casco nazi que salvó una vida en Berlín


Todo suena insultante en alemán porque te escupen mientras hablan. Para tolerarlo necesitas ganas de jugar y mucha paciencia. Yo lo practiqué con éxito. Estaba esperando mi destino apoyándome contra el Muro de Berlín. Él, con su gorro de lana y sus guantes de piel, se me acercó y preguntó si quería coca. Le miré y le dije que no sabía que era la coca.
Entonces él quería saber si era policía. No. “¿Naciste ayer?” me miró con obvio desprecio. Tampoco. Me divirtió ese juego y le dije que siguiera adivinando pero él se cansó y empezó a contarme su vida. Escupiendo, claro.
Del Muro de Berlín fuimos a tomar un café, él seguía hablando y escupiendo. Después llegamos a mi hotel, donde le ofrecí un vaso de vino que se tragó enseguida y continuó. Con dos botellas de vino en su flaco cuerpo, me dijo que tenía calor y se quitó su gorro y sus guantes.
Luego añadió que su vida no tenía sentido. Quería suicidarse. Me asusté bastante pero como es un país libre y cada uno puede hacer lo que le dé la gana, le ofrecí mi casco nazi para protegerse, si de verdad pensaba tirarse desde mi ventana. Por lo menos así yo podría después dormir con la conciencia tranquila.
Aunque en ese momento ya sabía que este casco no le ayudaría mucho. El casco lo encontramos mi hermano y yo detrás de la leñera de mi casa. Ni idea de como había llegado pero allí estaba. Una vez, creo que era miércoles, mientras jugábamos a nazis y judíos, golpeé a mi hermano en la cabeza para ver si este casco aguantaba.
Mi hermano se desmayó y tuvimos que llevarlo hasta el hospital donde le cosieron la cabeza tres veces. Ahora sé porque los alemanes perdieron la II Guerra Mundial - ¡vaya mierda de cascos que llevaban! Pero cuando le di el casco a Adolf, se le saltaron los ojos como había pasado con Bruno y dejó de respirar. Se puso en pie, levantó el brazo adelante y chilló:”¡Heil Hitler!”.
Su cara quedó inmóvil y seria. Le pregunté, para asegurarme, si ahora no iba a suicidarse. Me asintió con la cabeza y le reconocí que de todas maneras este casco no le hubiera servido para mucho y que no entendía a los alemanes - ir a la guerra con semejante fracaso. Entonces empezó a respirar otra vez y le pregunté si quería el casco o lo tiraba”.
¡No me lo puedo creer! Es una reliquia, es único, es todo. ¿Cómo vas a tirarlo? ¿No tienes corazón? Es mi vida, es la única cosa que me hace sentir realmente útil para la sociedad y tú lo quieres tirar. ¡Desgraciada! ¿Eres judía o qué?” Luego dijo algo sobre los buenos tiempos cuando el hombre era alemán y Dios era Hitler...
Lo que ha dicho ya no parece tan raro cuando se entera de que Adolf es el sobrino del cuñado del chófer de Hitler. Está claro, para él el casco era como algo de su familia. Algo que le recordaba sus raíces. Y se lo regalé. En el aeropuerto me miró fijamente con sus ojos grises, el casco abollado puesto:” Me has devuelto mi identidad. ¡Gracias! ¡Nunca te olvidaré, La Chica de los Nazis!” Me escribió hace unas semanas diciéndome que no se quita el casco ni siquiera para dormir. Bueno, no estoy segura de haber hecho un favor a los judíos pero sé que he hecho a un muchacho alemán muy feliz.





París y el amor gracias a un florero de cristal



Me parecía que hasta el panadero me quería tirar los tejos aunque luego resultó que le había dado mi mano vacía en vez de darle monedas y él me estaba demostrando su disgusto. El panadero parisino todavía me visita en sueños.
De la panadería salí un poco confundida y no se me ocurrió hacer otra cosa que sacar una foto con la Torre Eiffel. Si no tienes esa foto es como si no hubieras estado en París. Es vital. Por eso ese sitio está lleno de turistas y los únicos franceses a quienes puedes encontrar allí son esos que no tienen otra opción.
A Bruno le conocí frente a la Torre Eiffel. Intentaba venderme Torres Eiffeles de plástico y le pregunté si le parecía tan idiota para comprarle algo tan inútil. No me contestó. Pero en ese momento vio el florero de cristal que llevaba en la mochila y que iba a tirar.
Este florero no era de mi tierra. Era de Checoslovaquia, en los tiempos en que todavía estaba unida. Lo tenía en casa compartiendo un rincón olvidado con el polvo y lo metí en la mochila justo antes de salir por la puerta. Pensaba tirarlo antes de sentarme en el avión, ¡se lo juro!, sólo que a veces las cosas se olvidan y para mi sorpresa lo volví a ver en París, todavía conmigo.
Cuando Bruno lo vio le saltaron los ojos y se quedó mudo, con los ojos clavados en el florero. “ Es de cristal, ¿verdad?” me preguntó sin dejar de mirarlo. Se lo regalé la noche antes de irme. Lo tenía entre sus manos y repitió hasta la saciedad:” ¡Je t’aime. Je t’aime!” Estas palabras dichas en la lengua del amor eran para un florero que ni siquiera fabrican en mi tierra. De cristal, eso sí, pero sólo un florero.
Su comportamiento ya no parecía extraño cuando vi donde vivía. En una casa de cristal como sólo hay en los cuentos. No había paredes, ni techos, ni suelos. Toda la casa era una gran ventana. La había diseñado él mismo hacía doce años y ahora únicamente le faltaba un florero para decorar la cocina.
Antes de besarme por última vez, tres veces en las mejillas, me miró fijamente con sus ojos oscuros, el florero de cristal debajo del brazo y me soltó, luchando contra sus lágrimas:”¡Nunca te olvidaré, La Chica Del Cristal! Nunca ”. ¡Ya ve que él no me olvidará!




"El viajero era el más sabio de los sabios, porque tenía todas las respuestas"


Y los cientos de interesados, entre quienes, por cierto, había señoritas muy guapas y señores como Hércules, le escuchaban impresionados, con admiración. Quizás prometiéndose que mañana mismo partirían a buscar esos tesoros que oculta nuestro planeta y que este hombre, en el centro de atención de todo el pueblo, ya había visto o tocado o vivido.
El viajero era el más sabio de los sabios porque tenía todas las respuestas. Si él decía que había visto el mar y que era amarillo o el lago salado, entonces así era. Si él decía que no había nada mejor que despertar al lado de una hermosura, entonces así era. Nadie dudaba de su credibilidad. ¡Nunca! Porque querer viajar es algo natural en alguien que busca respuestas.
Las respuestas se revelan a través de la aventura, de la experiencia, de los peligros. Sólo los viajeros son abiertos a cualquier experiencia, porque sólo ellos saben que las respuestas te harán crecer. Saber las respuestas te dará el respeto. Mejor dicho, te dará las ventajas que conlleva este estatus.
Los cientos de interesados le daban de comer lo mejor que encontraban en las casas de los más ricos del pueblo y le daban de beber lo mejor que encontraban en las bodegas más grandes del pueblo y le ofrecían la mejor compañía que encontraban en los bares más caros del pueblo para que el visitante no pasara la única noche en este pueblo tristemente sólo. Todo este lujo para que el viajero contara más maravillas del mundo.
La gente de entonces era más culta, estaba más en contacto con el mundo. Y la profesión de viajero era la más envidiada y admirada de la Tierra. Hoy los viajeros ya no tienen prestigio. Tienen muchos nombres, eso sí, pero prestigio ninguno. Les llaman vividores, inmigrantes, muertos de hambre y hasta he oído perdedores. Perdedores que llevan una vida que no es nada más que vagabundeo. Y vivir así es una gilipollez. ¡Así de claro!
Si alguien te pregunta de dónde eres y le dices que del Polo Norte, que en sí ya es una posibilidad entre mil millones, te sonríen y en vez de preguntarte a ti, que eres de allí, empiezan a explicarte:” Es un lugar bonito. Hace mucho frío y hay osos blancos y pingüinos.
Sí, es un lugar muy bonito”. A la gente de hoy, en los tiempos de Ferrari y David Beckham, no le interesa nada que no tenga que ver con ellas, ni saben hablar de otra cosa que no tenga que ver con su propio ombligo. Piensan que lo saben todo y si no lo saben, se lo pueden imaginar y si ni siquiera pueden imaginarlo entonces es una tontería y ya no les interesa.
“¿ Para qué?” te preguntan”¿Qué hago con esa información de que en China la calle es el centro de la vida sólo porque en las casas donde viven no caben más cosas que ellos mismos durmiendo en la posición fetal?
Yo vivo en mi casa de dos dormitorios y puedo tener visitas aquí cuando me da la gana y puedo dormir en mi cama en posición horizontal, diagonal y hasta vertical. ¡Así de grande es mi cama, eh! ¿Y qué has dicho sobre Finlandia? ¿Qué hay noches que nunca acaban y encima hace un frío insoportable de –50ºC? ¿Y a mí que me importa?
Yo vivo en España donde hace mucho sol todo el año, además tengo estufas en todas las habitaciones. Hasta en el baño, ¡eh! Con las noches la cosa está mal aquí, es verdad. Siempre acaban. ¡Ojalá, que no fuera así!” y te guiña el ojo derecho como queriendo insinuar algo. ¿Qué?
El pobre viajero se queda mirando a este tipo de gente y piensa que hubiera tenido que nacer hace tres siglos, en los tiempos en que su profesión todavía tenía un prestigio, cuando aún había interesados en sus cuentos.
En resumen, cuando el cielo era más azul y la hierba más verde. Ahora, cuando intentas relatar una aventura tuya de un viaje a Sudamérica, todo el mundo espera un chiste o por lo menos un poco de sexo. Tú, en cambio, quieres describir las maravillas de su naturaleza, sus animales y su gente amable.
Pero para la gente si no hay sexo, humor y un poco más de sexo, no hay historia. Antes se van a ver la repetición de un partido de fútbol que escuchar a un vagabundo hablar de cosas inútiles como los árboles o los pájaros de Sudamérica. Otra vez el viajero calla toda su sabiduría y tarde o temprano se pone a escribir un libro sobre sus viajes para que la ignorancia de la gente no le interrumpa, evitando la situación de describir las cosas bellas a la gente fea. Porque ser viajero es ser escritor y ser escritor es ser viajero.
Y un día, cuando hace mucho sol, el cielo es azul-azul y los niños normales juegan con arena construyendo castillos, una muchacha saca de debajo del polvo su libro. El viajero probablemente estará ya muerto, pero sus palabras viven, impactando. La muchacha encuentra increíble la variedad del mundo, las mil caras de la persona, las aventuras inolvidables aunque sean simplemente en blanco y negro, escritas hace muchísimos años por un adulto que no sabe nada de los problemas de una muchacha adolescente.
Leyendo el libro más bonito del mundo, tampoco la muchacha se acuerda de los deberes de la adolescencia - está siempre en casa, no tiene amigos y por lo tanto ninguna posibilidad de quedarse embarazada. Sus padres no pueden creer su suerte al tener una hija tan sensata y responsable.
Hasta que ella ya no aguanta más y quiere ver todo esto e incluso más con sus propios ojos. El mundo que promete colores en todos los sentidos. Y le hace tanta ilusión ver ya esta maravilla que se llama Tierra que se despide de sus padres, de su hermano, de sus amigos y vecinos, de las calles de su infancia, de las casas de las calles de su infancia, de los jardines de las casas de las calles de su infancia, de los árboles de los jardines de las casas de las calles de su infancia y se va.
“¿Cuándo vuelves?” le pregunta su madre que hubiera preferido una hija normal. Pero ella no lo sabe. Promete, por si acaso, que volverá pronto y les contará todo lo que haya visto. Se besan, le desean mucha suerte y no le volverán a ver hasta dentro de un par de años. Exactamente así pasó conmigo.
Hace dos años me fui de mi casa con tres mochilas llenas de cosas que pensaba que necesitaría en el viaje, pero luego resultó que eran las únicas cosas que no necesité. Bueno, no pasó nada, las regalé a personas que las querían sin ningún engaño o esfuerzo por mi parte. Esto no lo han escrito los viajeros en sus libros. Puedes deshacerte de muchísimas cosas y encima quedar como un héroe.
Esas cosas han encontrado un nuevo hogar gracias a mí. A veces, cuando me encuentro con mi amiga Ana, que cree que las cosas tienen alma, pienso que hacer esto fue mi única misión. Y a veces, cuando estoy sola, pienso que no. Mi idea era empezar en Europa, continuar en América del Norte, de allí ir a Australia y a través de Asia volver a Europa. Más o menos así fue.

De Australia a Filipinas, donde pasé tres días seguidos durmiendo



A nosotras nos dicen que hemos nacido para afeitarnos las piernas y las axilas, arreglarnos las cejas, tener el pelo lavado, así que mi aspecto no había cambiado nada. Seguía siendo rubia, ni alta ni baja, ni aburrida ni graciosa, ni tonta ni lista. Ya se puede imaginar como soy, como todas las María José.
Así que en Filipinas tuve sólo dos mochilas y más ganas que nunca de descansar. Un paraíso con sus 75 distintos dialectos, su gente guapísima y sus 3000 islas despobladas de las que nunca llegué a visitar ninguna. ¡Gracias, aborígenes!
Ellos querían acabar conmigo, estoy más que segura, porque todavía noté mi cuerpo débil. Anduve como en sueños, literalmente, porque todavía iba descalza. Y cuando Rodel, el chico a quien conocí en el aeropuerto de Manila, me intentó vender unas flores azules, me parecieron un trozo de cielo y le compré treinta.
Se quedó mirándome con sus ojos oscuros y me preguntó si estaba bien. Le contesté que ahora sí, cuando estaba en el cielo. El se rió y nos fuimos a su casa de suelo de tierra y techo tan bajo que toda su familia de doce hermanos, veintiún sobrinos, treinta sobrinas, se movían medio doblados.
Me llevó a su dormitorio. Ni una ventana, ni un armario, sólo una cama. Pero a mí me daba lo mismo y allí me quedé. Dormida. Tres días y tres noches sin despertarme una sola vez. Por fin cuando me levanté, Rodel me preguntó qué había bebido con los aborígenes. ¿Cómo iba a saberlo yo? Entonces me hizo una excursión por su casa minúscula.
En el segundo piso se paró frente a un cuadro que cubría desde el suelo hasta el techo. Me miraban dos filipinos, un hombre y una mujer, con caras muy serias y marcadas por el paso del tiempo. “Mi padre, mi madre. Casados cuarenta y ocho años. Mucho amor.” Se me escapó una risa.
El no comprendió que me hacia gracia y le enseñé entonces un papel de notario. Era el documento de la separación de mi tía favorita y su guapísimo marido después de veintiún años de matrimonio. Después de cuatro hijos, dos casas, tres coches, tres gatos que murieron de muerta violenta y un perro que se fue de la casa para morir en paz pero en el camino le pilló un coche.
Rodel miró a este papel, entonces a mi y otra vez al papel y le saltaron los ojos como había pasado con Bruno, Sandro, Adolf, Leo y John. No sabía que la gente podía separarse. Se echó a llorar desconsoladamente, mojando el papel en sus manos morenas. Yo intenté quitarle el papel porque obviamente no era nada bueno para un muchacho filipino, pero el se secó las lagrimas y nos fuimos a comer.
Durante la comida se echó a llorar unas cuantas veces más explicando que no se podía creer en la justicia que existe en el mundo. Todo esto que ha dicho Rodel ya no parece tan inusual cuando se oye su triste historia de amor. Él tiene que casarse con una chica que se llama Angela pero no la quiere. De hecho la odia porque es fea, gorda y rica, pero por sus padres tiene que hacerlo y lo hará.
Ahora sabe que después de la muerte de sus padres puede liberarse de la fea Angela y vivir felizmente con Angelita, la vecina a quien ama realmente desde que tiene uso de razón. O sea, desde que Angelita le mostró sus encantos en una playa nudista. Unos días después, en el aeropuerto me miró con sus ojos oscuros, con el papel de separación en su brazo levantado:” No sabía que existiese este tipo de libertad. Tú me la has dado y por eso nunca te olvidaré. ¡Nunca, La Chica de la Libertad!”
No soporto las separaciones. Especialmente si es de alguien a quien quieres mucho y a pesar de tus gritos, amenazas y chantaje lo hacen. Pero bueno, gracias a una tragedia mía, un muchacho filipino pudo obtener su felicidad. Y eso no es poco.






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